En la infancia ningún tipo de violencia es admisible, y debemos estar atentos a no permitirla. Sin embargo hay un tipo muy difícil de detectar, de identificar, la violencia pasiva y silenciosa. Este tipo de violencia no solo es real sino que es de lo más destructivo, pues va permeando suavemente y antes de ser percibida como tal, se normaliza, y luego tiene el efecto de ser aceptada como lícita y verdadera y genera una laceración tal en el juicio propio que al final acabamos agradeciéndola y ya en la adultez la justificamos diciendo:

“Mis padres fueron muy estrictos y no quedé traumado”, “les agradezco la disciplina impuesta porque no puedo imaginar cómo sería si no hubiera sido así”, “…la verdad, mi madre me controlaba con la mirada, y eso estaba bien”

Este tipo de expresiones tienen mucho que decir en cómo se estructuró mi propio juicio y en cómo estoy viviendo actualmente. Y es que cuando somos niños, no tenemos posibilidad de elegir conscientemente, lo único es sobrevivir.

El hecho es que las heridas emocionales sufridas en la infancia, tendrán repercusión en la etapa adulta consciente o inconscientemente, como sucedió en el tiempo en que nuestro núcleo familiar infringió las mencionadas heridas en mi persona. Y es que esto sucede la mayor parte de las veces sin la intención de lastimar ni mínimamente, sin embargo cuando somos dominados, no solo no somos nutridos por nuestra madre, sino que nuestra madre tiene la imperiosa necesidad de nutrirse de nosotros los hijos.

Somos los hijos quienes acabamos por satisfacer los agujeros emocionales de las madres.

La consecuencia es que las necesidades del niño nadie las atiende, y deberían ser prioritarias. La vitalidad infantil es succionada por el adulto. El sufrimiento está presente en la etapa infantil, pues se sufre por la falta de amor, de suavidad, ternura y solidaridad. Se sufre por decepción, pues al llegar al mundo preparados para amar, el mundo –encarnado por nuestra madre- nos recibió con ráfagas de furia y violencia, producto de los vacíos emocionales con que ella carga desde su propia infancia.

Cada ser humano al nacer cuenta con capacidad de amar incondicionalmente de forma intacta. Sin embargo el impacto por no recibir algo que era legítimo durante su vida intrauterina y primera infancia, es devastador. Lo que propicia que se desarrollen conductas de adaptación que le permitan sobrevivir, racionalizando y normalizando la realidad que vive. Lo que le impide ser auténtico, le impide equilibrio emocional.