DEMONIO DE PERVERSIDAD

Hoy parece anacrónica la discusión respecto del demonio, su existencia, presencia y actuar.
Y ni hablar de sus formas, trucos o engaños. Eso no tiene cabida en un mundo tecnológico y científico en el que vivimos, más parece un guion de otra época. Sin embargo, existe y aunque hoy se piensa o se atiende el tema menos que nunca antes, si creo hay personas convencidas de su existencia hoy día.

De manera que, si hemos tenido la oportunidad de leer alguna de las extraordinarias narraciones de Edgar Allan Poe, en  particular el intitulado: El demonio de la perversidad; está es un diagnóstico dramáticamente correcto por acertado en este cambio de época que nos ha tocado vivir, coincidiremos en  que son aterradoramente vigentes y presentes.

Juan Manuel de Prada a este respecto expresa que el diagnóstico es “…escalofriantemente acertado sobre la enfermedad que gangrena nuestra época, que no es otra sino el apetito autodestructivo”. Vayamos a la narrativa de E. Poe:

“Nos hallamos al borde de un precipicio. Contemplamos el abismo. Sentimos vértigo y malestar. Nuestra primera intención es retroceder ante el riesgo.

Pero, inexplicablemente, no nos movemos de allí. Paulatinamente, el malestar, el vértigo y el horror se confunden en un nebuloso e indefendible sentimiento. De forma gradual, […] adquiere forma un sentimiento que hiela hasta la propia médula de nuestros huesos y les inculca la feroz delicia del horror. Nos asalta esta idea: ¿cuáles serán nuestras sensaciones durante el transcurso de una caída verificada desde esa altura? Y por la sencilla razón de que esta caída implica la más horrible, la más odiosa de todas cuantas odiosas y horribles imágenes de la muerte y del sufrimiento puede nuestra mente haber concebido, por esta sencilla razón, la deseamos con mayor intensidad. Y porque nuestro raciocinio nos aleja violentamente de la orilla, por esta misma razón nos acercamos a ella con mayor ímpetu.

En la naturaleza no hay pasión más diabólicamente impactante que la del hombre que, temblando ante el borde de un precipicio, piensa arrojarse a él. Permitírselo, intentar pensarlo un sólo momento, es inevitablemente, perderse, porque la reflexión nos ordena que nos abstengamos de ello, y por esto mismo, repito, no nos es posible”.

Hasta aquí el texto de E. Poe, vale la pena un poco de contexto y alguna consideración. Poe no está hablando de la pulsión suicida propia del desesperado, ni tampoco del trastorno propio de quien considera placentero o regocijante arrojarse al abismo. Se refiere a un impulso mucho más monstruoso que, sin interferencia de la angustia ni embotamiento alguno del discernimiento, nos impulsa a anhelar nuestro mal, a sabiendas del daño que nos va a ocasionar, a sabiendas del horror y la desdicha que traerá a nuestra vida.

Cuando se habla de posesiones demoníacas se recurre a parafernalias de espumarajos, contorsiones y otros efectismos grimosos. E. Poe mucho más lúcidamente, nos habla de la “delicia del horror” que paraliza nuestro raciocinio, nuestra voluntad, inclusive nuestro instinto de supervivencia; y que finalmente nos impulsa a arrojarnos al abismo.

Y es justamente ahí, donde nos hallamos tanto a nivel personal como colectivo. Es como si la conciencia humana hubiese resuelto monstruosamente anhelar y codiciar el mal; pero no un mal que se confunde con el bien, sino un mal cuyas consecuencias asumimos con esa “pasión diabólicamente impactante” a la que se refiere.

Sólo así se explican muchos de los fenómenos que se desenvuelven ante nuestros ojos: desde la paulatina “normalización” de las drogas al belicismo frenético, desde la quimera “trans” hasta la aceptación estólida de amnistías que ponen la supervivencia de la comunidad política en manos de sus más enconados enemigos, desde la adopción sumisa de religiones cientifistas que acabarán convirtiéndonos en esclavos hasta el harakiri insensato que se están haciendo urbi et orbi instituciones milenarias como la Iglesia Católica.

Es como si la humanidad descentrada, hastiada de vivir, devorada por un apetito nihilista, hubiese decidido adelantar el final de la historia. Desde luego, en otras épocas se han repetido estos arrebatos autodestructivos; pero estaban causados por la angustia de situaciones extremas. Ahora nos hallamos ante la apoteosis de ese demonio de perversidad que describe E. Poe: Estamos tranquilos y somos conscientes del mal que nos aguarda si no nos detenemos; pero hemos decidido entregarnos a él, embriagados por el abismo de horror y muerte que se abre a nuestros pies, deseosos de saborear esa experiencia última de la aniquilación personal y colectiva, en volandas del demonio de perversidad.

Regresando a la narrativa de E. Poe:

“Bajo su influjo obramos sin una finalidad inteligible, por la simple razón de que no deberíamos hacerlo. Teóricamente, no puede existir una razón más irrazonable; pero, en realidad, no hay otra más poderosa.

En condiciones determinadas, llega a ser absolutamente irresistible para ciertos espíritus. La seguridad del error que trae consigo un acto cualquiera es, frecuentemente, la única fuerza invencible que nos impulsa a ejecutarlo”.

Estamos endemoniados. Y, si Dios no lo impide, vamos a consumar nuestra autodestrucción, a sabiendas de lo que nos aguarda.